El 31 de enero se cumplieron 90 años desde que la Compañía de Jesús (Jesuitas) tuvo que abandonar Tudela (y España) a instancias del decreto de disolución de la recién estrenada Segunda República, que instaba a la desaparición de todas las órdenes religiosas que, entre sus votos, tuvieran la de obedecer a un orden diferente al del Estado, lo que se denominó el cuarto voto. Se habían instalado en su ubicación actual en 1891 y desde entonces habían educado a más de 2.000 chicos (no se contemplaba la educación para mujeres en órdenes masculinas) de los que 285 eran tudelanos, siendo un referente educativo en todo el Norte peninsular.
Su salida supuso un terremoto en la capital ribera y el enfrentamiento de los más importantes periódicos de la ciudad en aquellos años, el republicano-socialista El Eco del Distrito y los católico-derechistas Navarra o El Ribereño Navarro. Cartas de protesta al Ayuntamiento, recogida de firmas, concentraciones o manifestaciones que tuvieron su cenit cuando 10 días después de su marcha, y mientras sus instalaciones incautadas se convertían en colegio laico, se ordenó la retirada de los crucifijos de las aulas en aquella explosión laica de 1932. Más de 100 niños, dirigidos por sus madres, salieron a las calles y tomaron el Ayuntamiento amenazando al alcalde.
El cuarto voto
El artículo 26 de la Constitución de la recién declarada Segunda República española (nueve meses antes) declaraba disueltas aquellas órdenes religiosas que estatutariamente impusieran además de los tres votos canónicos (pobreza, castidad y obediencia), otro especial de obediencia a una “autoridad distinta de la legítima del Estado”, para los que se ordenaba que sus bienes fueran “nacionalizados” y afectados a fines benéficos y docentes.
En este sentido, el 23 de enero de 1932 se dictó un decreto por el que se señalaba a la Compañía de Jesús porque “se distingue de todas las demás órdenes religiosas por la obediencia especial a la Santa Sede”. Por ese motivo se señalaba en el artículo primero de este decreto que quedaba disuelta en todo el territorio español la Compañía de Jesús, por lo que el Estado no reconocía “personalidad jurídica al mencionado instituto- religioso, ni a sus provincias canónicas, casas, residencias, colegios o cualesquiera otros organismos directa o indirectamente dependientes de la Compañía”.
En los periódicos se publicó un enorme listado en el que se reflejaban las posesiones que tenía la compañía religiosa en todo el país, donde también aparecían con las que contaba en Tudela en 1932. “Finca rústica en término o calle de Albea lindando, al Norte, con el río Queiles; finca rústica en el término o calle de Traslapuente, lindando al Norte con D. Pedro Goicoechea; Huerta en el término de Velilla, lindando al Norte con Sebastián Moro; Casa en la calle de Cofrete, número 10; Una caseta y huerto en el término o calle de Peñuelas, lindando al Norte con Monte Peñuelas; un edificio Colegio en extramuros de la ciudad, lindando: a la derecha, con camino de Santa María Cabeza, y a la izquierda, con calle Dominicas”. Todas ellas pasaron a poder del Estado.
Pero si algo dolió a los vecinos y vecinas de Tudela fue el artículo que impedía que los integrantes de esta compañía pudieran, de alguna manera, residir juntos. La intención del mismo era impedir cualquier atisbo contrario a la disolución decretada. No bastaba con su incautación y disolución sino que ni siquiera podían vivir juntos. Señalaba el artículo segundo que “los religiosos y novicios de la Compañía de Jesús cesarán en la vida común dentro del territorio nacional en el término de diez días, a contar de la publicación del presente Decreto” e incluso se les negaba poder “convivir en un mismo domicilio”. Ese escaso periodo que se le daba a la Compañía para abandonar todo hacía que ya en los primeros días de febrero de 1932 los colegios y residencias debían estar completamente vacías, siendo responsables de ello los gobernadores civiles.
De nada sirvieron las firmas que se recogieron en la puerta de las iglesias ni las cartas de varios colectivos religiosos enviadas por sus presidentas al Ayuntamiento. Antes de su marcha un grupo de mujeres como María Gaztambide Zapata (Liga de Mujeres Tudelanas que tenía 600 integrantes), María del Carmen Moreno (Escuela Dominical que tenía 300 socias), Inés Araiztegui (Amor Hermoso, 200 socias), Carmen Oñorbe (Hijas de María, 600 socias) Pelegrina Arraiza (Venerable Orden Tercera de San Francisco de Asís, 800 socias), Emilia Castillo (Jueves Eucarísticos 900 socias), Pilar Artajo (de la Visita Domiciliaria de la Sagrada Familia integrada por 400 familias) o María Chueca de Uguet de Resaire (Visita Domiciliaria del Niño Jesús de Praga, 250 familias) hicieron patente su malestar.
En la misiva señalaban que la noticia había llenado “de amargura nuestros corazones, de inquietud nuestros espíritus y de lágrimas nuestros ojos” y aseguraban que “podemos firmemente asegurar que los padre Jesuitas de Tudela han derramado el bien a manos llenas en esta ciudad”. Así estas mujeres, la mayoría de familias muy principales de Tudela, afirmaban que más allá de que “han dado constantemente ejemplos de virtud que no hemos sabido agradecer cuanto ellos merecen”, el colegio de la Compañía de Jesús de Tudela “donde residen muy cerca de trescientas personas, ha producido a la ciudad en el orden económico bienes incalculables, de todos los cuales se verá privada con su disolución. En una palabra, que apenas habrá una persona que en una u otra forma no hayan sido favorecidas con la presencia de estos padres”. Estas mujeres pedían la intervención del alcalde de Tudela (que entonces era Francisco Espadas aunque había dimitido y ejercía Anselmo Blanco) ante el Gobierno ya que “la desaparición de los padres Jesuitas sería un rudísimo golpe inferido a nuestros más caros sentimientos, además de los gravísimos perjuicios que acarrearía a nuestra muy querida ciudad”.
Desde el periódico El Ribereño Navarro mostraron su malestar con la decisión del gobierno republicano y alertaban ante una sociedad que, a su juicio, vivía en “corrupción social, vanidad y petulancia de los pseudosabios de esta nuestra época desventurada”. El diario afirmaba que “como tudelanos no podemos menos de llorar la pérdida de tan esclarecida Compañía, que en nuestra ciudad fundó, deja abierto un profundo abismo a la cultura y economía de Tudela difícil de llenar. ¿Qué será de esta ciudad en un porvenir no lejano?”, para terminar su artículo con la despedida “¡Adiós padres, que otra tierra extraña sea más hospitalaria e hidalga que la vuestra de España! ¡Adiós!”.
La marcha
Recibida la orden, los integrantes de aquel colegio de Jesuitas abandonaron el centro, sus dependencias y la ciudad de Tudela (que contaba con unos 11.000 habitantes) el 31 de enero de 1932, no sin antes realizar una procesión por el interior del claustro del centro, acompañados de cientos de tudelanos y tudelanas. Muchos de ellos posaron después con los jesuitas en una fotografía histórica en el patio del colegio que ilustra el reportaje y que serviría de despedida.
Según relató el diario El Ribereño Navarro, se celebró una misa en el colegio tras la cual se organizó una procesión en los claustros del a los sones de la Marcha de San Ignacio a la que asistieron “muchísimos hombres que con la sentidas palabras del reverendo padre Bolinaga, de gratitud para Tudela y de despedida como última función celebrada en la iglesia, se sintieron profundamente emocionados, no pudiendo contener las lágrimas de dolor”. Desde días anteriores y ese mismo día 31 de enero varios padres y hermanos jesuitas habían abandonado la ciudad “quedando tan solamente algunos que, por su delicada salud, no han podido efectuarlo”.
Entre los que quedaron alojados en la ciudad “por enfermedad o por cansancio”, en diversos domicilios, se encontraba el padre Miguel Santesteban, de 76 años de edad, y que fue acogido por los padres Filipenses dado su estado de salud. Su muerte, al día siguiente de la salida del colegio, y e funeral celebrado en la iglesia del Carmen, sirvió como manifestación de protesta de los católicos por la disolución de la orden y partió de la iglesia una enorme procesión que le acompañó hasta el cementerio, en una semana en la que Tudela vivió una de las mayores nevadas que se recuerdan.
El martes 1 de febrero el gobernador civil selló las puertas de todas las dependencias del colegio, a excepción de las de la iglesia, y anunció la creación del Instituto Nacional en las instalaciones de los Jesuitas que habían quedado vacías. Poco tiempo pasó para que se asaltara el colegio y se robaran sus pertenencias (que ahora eran del Estado), por lo que la alcaldía en un bando invitó a “todos aquellos que tengan en su poder muebles, máquinas, cuadros y cualquier otra case de enseres de los que pertenecieron al colegio San Francisco Javier y que según el rector fueron sacadas sin su consentimiento, lo manifiesten por escrito a esta alcaldía en el plazo de 48 horas”.
Finalmente el 27 de febrero se entregaron las llaves del colegio al que iba a ser director del nuevo centro y donde se integraron los niños que iban a clases también a Castel Ruiz. Tras unos días cerrados por la epidemia de la gripe, finalmente el 6 de marzo se abrieron sus puertas regularmente.
Los crucifijos
Pero las polémicas no terminaron ahí, ya que una nueva orden del Gobierno obligó a retirar los crucifijos de los colegios, lo que originó una protesta airada de unos 100 niños con sus madres el día 10 de febrero, que se acercaron hasta la puerta de la Casa Consistorial, en lo que entonces era la plaza de Santa María (plaza Vieja). Después subieron al Ayuntamiento, generando graves altercados y enfrentamientos. La marcha de cientos de personas que subió para buscar al alcalde, pretendía reclamarle la reposición de los crucifijos, algo a lo que accedió obligado por la presión, aunque no se volvieron a colocar en las aulas.
Solo un día después el primer teniente de alcalde (pero alcalde en ejercicio), Anselmo Banco, dimitió “por los sucesos ocurridos” y se unió su renuncia a la que el alcalde Francisco Espadas había realizado meses atrás por lo que consideraba una “deriva laicista” de la República. El delegado de gobierno multó con hasta 500 pesetas de la época a una treintena de tudelanas (sobre todo) y tudelanos por los sucesos ocurridos ese 10 de febrero “caracterizados por una invasión turbulenta de la Casa Consistorial, amenazas, ofensas y coacción al alcalde en funciones, manifestación ilegal, allanamiento de las escuelas y rebeldía en las disposiciones legales de la República”.
El 17 de febrero fue nombrado alcalde Aquiles Cuadra que moriría fusilado en 1940, condenado a muerte por un Consejo de Guerra por “arrastrar hacia la nefasta política a numerosos elementos”.
Tras el Golpe de Estado del 18 de julio de 1936, en el verano volvieron los Jesuitas a la ciudad y el 6 de septiembre abrieron sus puertas de nuevo para la enseñanza religiosa. En los periódicos se les daba la bienvenida que recordando que “unos malos españoles os arrojaron del seno de la patria, hoy la verdadera España os reintegra y os recibe con todos los honores”. Una semana antes Millán Astray había visitado Tudela entre manifestaciones multitudinarias y desfiles de todo Tudela en la plaza de Los Fueros con el brazo en alto. En la alcaldía estaba Aniceto Ruiz Castillejo, alto cargo de la Falange de la capital ribera y que llegaría a ser Gobernador Civil de Teruel. Desde el mes de julio de 1936 y hasta el mes de diciembre las cunetas y tapias cercanas se llenarían de sangre de hombres y mujeres de Tudela asesinados por sus vecinos.